La Argentina está
entropizada. Hace ya tanto tiempo que
ha venido perdiendo su capacidad de trabajo efectivo, que ya no puede
recuperarse.
Lo que se fue, como
siempre, ya no vuelve más.
Es esa terrible,
progresiva y creciente pérdida de eficiencia por la que nuestro país no esté en
condiciones, con sus modelos productivos, de dar honesto y sano sustento a toda
su población.
La
entropía, además, ha ido aumentando al permitirse que se quitaran restricciones
pues inicialmente había un orden establecido y al final no existe orden alguno
dentro de la caja.
La
entropía es en este caso medida de la falta de grados de restricción; la manera
de verla cara a cara es comparar la situación inicial, es decir antes de
remover alguna restricción, y con el resultado del proceso.
Mientras tanto,
silenciosamente, otra Argentina aproximadamente
igual, vive en el exterior, manifestada en bienes y capitales nacionales
situados allí permanentemente, generando
beneficios a sus titulares y dando ocupación a los pueblos donde se encuentran
radicados.
Es éste un país
donde las reglas de juego son
estables, impera la justicia, no hay represión ni violencia, y prevalecen las instituciones.
Y del cual
periódicamente se retorna –sólo- para aprovechar transitorias oportunidades (tablita,
austral, uno a uno, uno a tres, etc.)-, del que se vuelve inmediatamente,
apenas asoma cualquier susto.
El estado actual de
la ciencia física, el área que en lo relativo a los átomos estudia la entropía,
apoya la idea que este estado es creciente, definitivo y final, que no tiene
–pues- regreso.
La hipótesis de
esta obra es que tal es la situación actual de la Argentina.
Nos gusta creer que
nuestra sociedad promueve la convivencia civilizada, pero cada vez que
recompensamos a alguien por su obstruccionismo, o admiramos a otro por su
estilo sin códigos (vivo, piola, etc.) que le ha permitido enriquecerse por
esta vía, los argentinos enviamos la señal opuesta.
La acumulación de
malos políticos o el abandono del hastiado “que se vayan todos”, es una
expresión de nuestra predisposición general a la indiferencia respecto al
bienestar de la sociedad y a favor del beneficio personal.
Podemos observar
esta indiferencia, una manifestación de la fuerza y vigencia de la entropía,
desde la conducta de ¡presidentes! –por caso Menen o de la Rua-, hasta episodios
como el de Borocotó.
También para Curtiembre Yoma o la empresa Skanska, aunque hay exteriorizaciones
aún más dolorosas.
Es posible medirla
en el número de personas sin hogar o bajo la línea de pobreza, el desprecio por
la vida en los accidentes de tránsito, la violencia en el fútbol y en las escuelas.
El espíritu
entrópico se desarrolla de modo autónomo, nutriéndose a si mismo, porque cada
vez que comprobamos que la gente no nos ayudará, más fútil parece ayudarlos a
ellos.
Cada manifestación
de violencia, irracionalidad, corrupción, ineficiencia, insolidaridad,
descompromiso, incumplimiento de las leyes (¿injustas?) o ausencia de valores,
puede ser leída –como lo sería, sin duda, en países desarrollados que muchos
añoran, como epifenómenos de dicha degradación final.
Así la sociedad ha
degenerado para ser una jungla.
Sin embargo,
analizar los hechos, identificar sus orígenes y –quizás- imaginar que existen
soluciones aplicables, se torna de ineludible interés.
Es dable identificar varias etapas a través de las que
se llegó a tal estado de agotamiento argentino, que se tornan visibles a partir
de las desviaciones sistemáticas de las conductas individuales y grupales; y no
puede ser de otro modo, ya que no se trata de un rasgo inherente sino adquirido
o “cultural”.
Resulta, entonces, que la Argentina entropizada viene a tener elementos tan
característicos y tan profundamente enraizados que prevalecen por encima de
cualquier fuerza tendiente a la recuperación o rescate, por muy significativa
que pueda parecer.
De ahí que el concepto de perverso, sin códigos, con códigos discontinuos, protervo o inescrupuloso con el que adjetivaremos
dichos elementos resulte elusivo, cuando se los quiere establecer con
precisión, y sean, en cambio, tan accesibles a la percepción intuitiva
cotidiana.
Su desarrollo presenta una trama fascinante e
inextricable, de momentos de conmovedora grandeza junto a retrocesos completos
por miserias increíbles.
Es una historia breve, como debe ser para una república
cuyos habitantes prefieren un individualismo hedónico y ciego, que se sublima a
transigir con los obstáculos para llevar adelante un objetivo personal, de
preferencia a alguna vez escoger integrar una comunidad justa.
En un comienzo la cuestión principal era de naturaleza
económica; desigual distribución de la riqueza jamás resuelta; mas luego se la
advirtió como de naturaleza política -leer los titulares del diario de hoy-,
para llegar en su fase final a ser de carácter moral -que, después de todo era
un asunto que le preocupaba a Etkin en
1995, pero desde entonces no a muchos más-.
Siguiendo a Héctor
Jasminoy¸ una primera etapa se configura en una sociedad transgresora, en
la que el incumplimiento de normas mínimas se convierte en un mal hábito no
sancionado (el piola, la viveza criolla, la
mano de Dios).
La segunda encuentra ya a la sociedad corrompida, donde
se alteran los medios para obtener resultados a toda costa, para dominar los
resortes del poder en todos sus niveles y afectar los mecanismos normales con
los que puede generarse y restaurarse la cordura, cual el caso del equilibrio
de poderes.
Hay un tercer momento; la confusión y el desorden se
aúnan a la indecisión y a la desorientación que configuran una Argentina
caótica, en la que no existen reglas ni usos aceptados, donde los actos
ilícitos son la práctica común y cualquier fraude es parte del “costo”.
Frente a esta
situación de máxima entropía, las apariencias niegan la realidad; no se trata
de enfocarse en un humanismo que nunca existió ni en mostrar con rostro asombrado
la novedad, que no es más que “novedosa”, de un modo que no deja oportunidad
ninguna.
Individuos y grupos
tratan de salvarse, cada uno proyecto común, guiados tan sólo por metas de
conquista y beneficios a corto plazo.
Uno de los rasgos
más destacados de nuestra presente cultura es la gran cantidad de charlatanes
en posiciones dirigentes, que se da en ella.
El charlatán sólo
propone palabras o acciones pretenciosas sin ningún deseo de expresarse con la
verdad, casi con indiferencia de ella.
Lo cierto es que
este personaje deteriora al máximo la confianza en los políticos, funcionarios,
periodistas, eclesiásticos, empresarios, medios, etc.
No se inventa para
inculcar una falsa creencia acerca de un determinado estado de cosas; sino que
su intención principal es presentar una impresión falsa de sus propias intenciones.
Al tolerarlos impunemente, cada uno de
nosotros contribuye con su parte alícuota, porque tendemos a no darle importancia.
Los directivos que
no quieren ceder posiciones o perder privilegios, sostienen que todo el sistema
debe cambiarse hacia el futuro.
Construyen discursos “racionalizadores” para justificar interminables
demoras en tomar acción, lo que es insostenible en términos de cualquier
sistema social.
Se trata de la conducta de la frontera. Así se llega al enfrentamiento de todos
contra todos donde, claro está, pierden siempre los actores menos influyentes.
Son senderos
respecto de las cuales el paradigma tiene definiciones que no se corresponden
con los hechos, que es un tipo diferente de manifestación de la entropía.
Más, nuestros
alumnos, profesionales y colegas, y los docentes encontramos pocos elementos
para responder cómo llegamos hasta aquí.
¿Qué es lo que ha pasado? ¿Cuáles
han sido las causas?
Una primera
explicación es conocida desde antiguo, siguiendo el modelo de la vieja burocracia fingida de Alvin Gouldner.
Otra definición fue
dada también hace tiempo por Bernardo
Kliksberg (Administración,
subdesarrollo y estrangulamiento económico, Paidós 1971).
¿Era esa
descripción equivocada y había otra, o esos factores librados sin contención
por hechos posteriores (¿1973-1983?), continuaron operando potenciados
–inexorables, como toda buena entropía-.
Más recientemente, Jorge R. Etkin (Gestión de la complejidad en las organizaciones, Oxford 2003)
sostuvo que “…en un clima hostil o poco cooperativo dicho potencial (potencial
humano) se pierde, no se concreta.
El éxito que suma
ingresos (por ejemplo crecimiento de
Producto Bruto), en lo inmediato, puede darse junto con un efecto desintegrador en el largo plazo…”
En cualquiera de
los dos casos, es digno señalar que ninguno
de los factores actuantes podía ser atribuido a sectores no-dirigentes.
En el primero los
dirigentes parecen ser los directos causantes; en el segundo, es obvio que de
ellos depende crear el ambiente propicio –lo que más allá de lo declamativo no
ocurre-, y la responsabilidad por desaprovechar las oportunidades que se
presentan “…en lo inmediato…”
Las consecuencias
del modelo pueden verse de modo irrefutable, estamos peor, el desempleo, la
calidad de vida y el grado de atención de las necesidades de la población.
La entropía muestra
la consumación del dominio de la nación por la ganancia creciente de dinero, la
satisfacción inmediata, el uso del poder inmoderado y cierto poco indisimulado
aristocratismo intelectual; justificador y aletargante.
No se trata de
falta de dirección por simple carencia de éste; se debe a errores, equivocaciones
y desviaciones cometidas a lo largo de mucho tiempo, tal que las organizaciones
–y la sociedad- están expuestas a presiones errantes, a la deriva y
completamente influidas en sus destinos por apreciaciones a corto plazo y siempre
oportunistas.
Una parte
significativa de esas manifestaciones la constituye el gerenciar sin códigos éticos ni morales (¡para que!), peor aún que
la mafia, ya que aquella -al menos-
respetaba la lealtad y el silencio.
Y es bastante
visible que, al liberarse del uso de códigos de conducta, de ética, reglas o
normas morales y tolerar una significativa merma del rendimiento en beneficio
de sus propios intereses, el directivo ha logrado que la entropía avanzara en
sentido negativo, hasta un punto irrecuperable.
Los argentinos que
padecemos por esta situación, no se encuentra a gusto y no realiza un buen
trabajo dondequiera que se encuentre.
Si no queremos
vivir en la jungla, mientras se resuelve esta cuestión, creeremos que es
posible romper la dicotomía entropía-dirección.
Utilizar la Política de Dirección es absolutamente imprescindible para intentar vencer la entropía que
allegó –entre otras causas- el estilo directivo de gerenciar sin códigos que describimos.
Dirigencia que
envía el mensaje del buen ciudadano, aquel que colabora cuando es apropiado, no
el que logra éxito por el medio del robo o la corrupción.
De que modo procuramos hacer fácil lo difícil
ese trabajo, procurando a la vez esclarecer el dilema Entropía y Dirección, que es el tema de este libro.
José M. Nesprías
Mayo 2008
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